domingo, 15 de enero de 2017

La Profecía de los Druidas

Hace aproximadamente unos treinta años ya recibí esta versión castellana de la señora Rita Udewald. Ella actualmente es una señora de mucha edad  no vidente y sé que la visitan para leerle.  Por ello me he propuesto escribir este trabajo suyo de tiempo ha, referido a un relato de la señora  M. J. Krück von Poturzyn, la escritora y educadora de especiales  Theodora Maria Josepha von Poturzyn 8.10.1896 – 7.01.1968 ya  publicado en alemán. Ella fue la madre del  bebé Willfried Künert enfermo de hidrocefalia, del cual Rudolf Steiner da cuentas en el Curso de Educación Especial Antroposófica. Heilpädagogischer Kurs –Obras completas de Rudolf Steiner GA 317-- el cual contiene las casuísticas especiales que  Rudolf Steiner trató en relación a la Educación Especial Antroposófica, con los médicos, los educadores, y las enfermeras, de aquel entonces.

La Profecía de los Druidas

Cathal, el sumo sacerdote de los druidas, había encendido el fuego en la cima de la pequeña montaña Dun-I, como lo hacía todas las mañanas cuando el sol subía por encima de las cadenas de islas en el Este, Con paso lento caminó hacia abajo entre rocas húmedas y resbaladizas por las brumas nocturnas. Algunas ovejas se levantaron asustadas ante la figura humana envuelta en un manto de lana blanca. En los acantilados, cormoranes negros escudriñaban el mar. Cathal había ordenado a los sacerdotes más jóvenes que cuidaran los restos de las cenizas del sacrificio, pues su propia alma estaba inquieta: a ratos sentía algo como una advertencia  de un peligro inminente, a ratos le parecía oír una clara voz llamando desde el espacio a los espíritus del mar. Comenzaba la época más sagrada del año en la que había que investigar las fuerzas vegetativas de la primavera venidera, los peligros de enfermedades y la posición de los astros en los próximos meses. Hacía días que los druidas se hallaban ayunando y rezando, pero su penumbra interior no cedía y ninguna visión intuitiva iluminaba su honda contemplación. Uno de los alumnos se había despertado con gritos de un sueño profundo en el que había visto al sol caerse como una estrella, al tiempo que lamentos y júbilo compenetraban el círculo de los espíritus. No lo quiso creer antes de verlo con sus propios ojos: allí seguía la sagrada isla Iona, plácida como siempre en el medio del mar.
Duvach, el forastero de Irlanda, cruzó el camino de Cathal justo cuando este dobló por la última  roca. Allí crecía , aún en invierno, la cuajaleche amarilla, planta cuyas flores formadas de crucecitas minúsculas, eran veneradas por todos los druidas en todos los países. Cathal, dijo Duvach, con voz entrecortada. Bride, mi hija, no se ha levantado esta mañana. Pálida como la muerte yace en su lecho. Cathal, te ruego encarecidamente acompañarme. Si alguien puede hacerla regresar a la tierra, lo eres tú únicamente...”
“Estuvo enferma” preguntó el sumo sacerdote, “No, padre, sana y alegre se acostó anoche para dormir.”
Cathal bajó la vista cuando se acercó al lecho de Bride, tomó la mano fría de la niña entre las suyas, observando su respiración y su pulso. Finalmente pronunció las palabras en principio vedadas para oídos femeninos. Palabras cuya fuerza mágica hacía volver, las almas de los sumidos en el misterioso sueño iniciático, a su cuerpo físico. Pero Bride no se movía.
“Quizás nos hayamos equivocado cuando creímos que Bride estaba destinada para una vida especial”, dijo Cathal con expresión sombría. “Quizás la flor blanca que hemos visto en su regazo indique una temprana vocación hacia otras esferas. Dejádla reposar en paz y cuando ofrendemos el sacrificio por tercera vez a partir de hoy, se habrá de decidir cuál será su destino.”
Duvach, el padre, calló. Ninguna expresión de su corazón apenado habría de perturbar el camino de Bride a la eternidad. Mandó los perros a cuidar el rebaño de ovejas, manteniendo guardia él mismo en la entrada. Sólo dio de comer a los pájaros que como siempre venían a visitar a Bride, y a los niños y las mujeres que se acercaban les rogó que volvieran a sus casas. Las tormentas invernales agitaban el mar pero respetaron la isla en la que yacía, frío e inmóvil, el joven cuerpo de Bride. En los robles secos no se movía ni una hoja; el caballo blanco el amigo de la joven, estaba parado cerca de la escalera y no quería comer.
La tercera noche la luna se abrió paso por entre las nubes, y Duvach, al contemplar el rostro de su hija, creyó verlo envejecido de muchos años y su cuerpo rígido se sintió al tacto frío como una piedra. Pero el aire que le envolvía se mantenía puro y hasta le pareció sentir el perfume de rosas bajo su techo de juncos en esa noche fría de invierno. Luego quedó dormido, cansado por su larga vigilia, el largo silencio y su profundo dolor por la muerte de su hija.
Cuando se despertó por un momento no atrevió a moverse, no sabía si estaba soñando o si era realidad lo que veía. Cathal se hallaba en la habitación y la niña estaba sentada en la cama, la cara resplandeciente de felicidad interior. Con voz clara dijo: “Lo he visto, ha nacido y lo he llevado en mis brazos y con mis propias manos he podido envolverlo en una manta. Esta manta estaba tejida con la lana de nuestras  ovejas. Su madre es joven y su padre muy pobre. Nadie aún lo sabe, sólo los pastores que cuidan sus rebaños en los campos  Un ángel les ha dicho quién nació y todos vinieron para adorarlo.”
Cathal, el druida, se había caído de rodillas. Cabizbajo y con los hombros temblando preguntó: “Dime, Bride, ¿Cuál es su nombre?””Se llama Jesús, y el Dios al que ofrendas tus sacrificios al amanecer en la cima de la montaña Dun-I, desciende hacia el a través de todas las esferas. Muy lejos hacia el Oriente, se encuentra el lugar de su nacimiento. Pero se lo encuentra fácilmente, pues resplandece como una estrella.”
Los tres, Cathal, Duvach y la niña, estuvieron callados un rato largo, tan largo que se olvidaron del tiempo y recién cuando oyeron un fuerte resoplido desde la puerta, Duvach levantó la cabeza. Un toro de ancha cabeza con cuernos puntiagudos y una melena marrón que le cubría la cara, se había echado sobre el umbral. “Está hambriento, me he olvidado de él”, dijo Duvach, pero Bride sonrió, “No”, dijo, “El también quiere escuchar la buena nueva.”
Cathal se levantó entonces y salió. Cruzó campos, rocas y peñascos, para reunir a sus compañeros. Antes de la puesta del sol y del primer relucir de las estrellas quería sumirse en el sueño sagrado para averiguar si Bride había tenido una visión verdadera. Quería saber si el sacrificio que ofrendaría en el futuro estaría destinado al Dios descendido a la Tierra. Pero antes de acostarse mandó marcar en las santas piedras que tres días después del solsticio de Invierno Bride había vivido tres noches sagradas en ellas tuvo visiones de hechos por cuyas revelaciones los druidas darían sus vidas.
Cuando habían trascurrido treinta y tres años desde aquella noche sagrada en la isla de Iona, algo muy extraño ocurrió también con el rey Conchuba en Irlanda. Hacía tiempo que se daba cuenta de que la luz, el aire y el agua habían cambiado en su país. Los arcos iris ya no formaban puentes en el cielo sino que se extendían como ancho velo de sietecolores sobre el paisaje y desde el juego de luces en la rompiente se oía algo como una lejana música. A veces esta música acompañaba sus noches y entonces veía el maravilloso árbol de la vida que desde las profundidades del mundo se elevaba hasta el cielo, abarcando toda la órbita. Pero ahora esta música se había transformado en una canción y de ésta, semana a semana surgían palabras cada vez más comprensibles. Poco a poco estas palabras se transformaban en lamentos y Conchuba tuvo la impresión de que el canto brotaba de la madera misma del árbol de la vida, bajo el cual él se hallaba soñando, entregado profundamente al murmurar del mundo.
“¿Qué es en verdad aquello que sueles mencionar desde hace años y que yo estoy comenzando a intuir?” preguntó el rey Conchuba al sumo sacerdote de los druidas. Juntos atravesaban las vastas llanuras, las ondulantes praderas verdes en las que sólo se hallaban algunos árboles solitarios. “Arriba el Cielo abajo la Tierra y el círculo del horizonte rodeándonos,” Contestó Ruthwell, el druida, mientras sos ojos claros miraban hacia las lejanías.
“Arriba el Espíritu, abajo el Padre y en el centro la órbita en la que todos los astros, saludándonos, salen y se ponen. Es el Gran Círculo que abarca a todos nosotros y que está siempre presente aún cuando no lo vemos. ¡Oh, Magna órbita! ¿Cuál voluntad obra en tu centro?” ·Cuál otra voluntad puede ser sino la de Aquel que rige el sol?”, dijo el rey. “Acaso el sol no describe diariamente su círculo bendito alrededor de la tierra, alrededor de todos nosotros?.”
Los dos hombres habían llegado a la sagrada colina rodeada por 32 piedras druidas en un ancho círculo. Allí se abría el portal hacia las profundidades, el templo subterráneo a cuyos altares sólo tenían acceso los iniciados de Irlanda. Allí Conchuba, el rey, era simplemente  el primer alumno del más sabio de los druidas. Pues Ruthwell conocía el recorrido de las estrellas que determina las siembras y las cosechas, enfermedades y curaciones, él, Ruthwell, percibía los espíritus servidores del mundo divino en el tejer de la luz, en el juego de las sombras, en el soplo del aire. Dijo entonces: “Veo los círculos del Sol estrechándose más y más, veo los colores del Dios solar reflejándose en el agua y en el aire. Veo su imagen impregnándose en las esferas mientras El desciende a nuestra Tierra” “¿Es por aquello que el árbol del mundo gime?” preguntó Conchuba con respiración contenida, pues recordaba sus sueños y los gemidos de la madera.
Habían descendido a las arcadas resonantes, un recinto cual una catedral. Los dos se arrodillaron en el extremo desde donde, a través de la abertura de la entrada, se podía ver la piedra  que únicamente resplandecía a plena luz cuando al mediodía del solsticio  de verano el sol se hallaba en su máxima altura. “Trece días después del equinoccio de primavera, el día de Venus, a la hora novena” susurro Ruthwell como si tratara de memorizar ese instante.”¿Qué decías? Del árbol del mundo y de su lamento no sé nada, sólo se que la Tierra está adornada como una novia con los velos multicolores de sus elementos Está ansiosa por recibir al que ha estado esperando desde el Principio y nos corresponde esperar hasta que lo veamos.
¿Cómo es posible esto que supera toda comprensión humana?” inquirió Conchuba, pero Ruthwell permaneció en silencio, Cuando los dos hombres regresaron por la campiña reverdecida, a la luz del sol ascendente, pasando alisos y fresnos, una gran tristeza ensombreció el rostro por lo general sereno del druida. Repentínamente se llevó la mano al corazón y tuvo que sentarse. “¿Qué te pasa?” preguntó Conchuba asustado. “¿Quieres que pida ayuda?” Desconcertado , el rey no atrevió a moverse:creyó sentir la tierra temblando. Poco a poco la vida volvió a los ojos apagados de Ruthwell. “He visto”, dijo este balbucente “Que el Dios del Sol ha sido crucificado por los hombres en tierra lejana, y el Sol, su estrella, se oscureció.”
Conchuba era un gobernante justo, pero a veces podía invadirle una ira repentina y entonces era mejor no enfrentarlo. Una vez había vencido y dado muerte a su adversario más poderoso, a pesar de que éste ya le había partido el cráneo haciendo saltar parte de su cerebro. Decían que luego los druidas habían tenido que injertar en su cabeza una parte del cerebro de su enemigo para poder curarlo. En ese instante en que Ruthwell le comunicó el hecho atroz, el Viernes Santo, a la hora de la crucificación en el Gólgata, la sangre le subió a la cabeza tan repentinamente que lleno de furia sacó el hacha del cinturón y empezó a golpear a los inocentes fresnos con tremenda fuerza como si ellos fuesen los verdugos o las mismas maderas de la Cruz. Pero el esfuerzo fue demasiado grande para la cabeza de Conchuba, la antigua herida se abrió, el cerebro salió por ella y el rey cayó moribundo a los pies de Ruthwell.
Ruthwell por su parte comenzó desde entonces  a enseñar aquello que había podido percibir ese y los siguientes días.
De esta manera la enseñanza cristiana llegó no como algo extraño sino como el más maravilloso regalo de Dios desde siempre conocido, cuyo descenso los seres elementales habían testimoniado a través de muchos años. Ningún pergamino ha perpetuado este mensaje, pero en leyendas y canciones ha quedado vivo hasta el día de hoy. Los mismos druidas que habían ofrendado al Sol, repartían ahora el pan de Cristo encima de los templos subterráneos que nadie destruía..
Valiéndose de la antigua sabiduría astrológica de los druidas, los monjes cultivaban sus tierras. La tierra era Su morada, la morada de Cristo y todos sus habitantes llegarían algún día a ser cristianos. Así como también los pájaros, los vacunos y los peces. La luz, el agua y el aire ¿No reflejaban ellos Su imagen desde hace tiempo? El pequeño trébol ¿No mostraba él la imagen de la Unidad en la Trinidad?. Cuando navegantes y soldados trajeron noticias de lo acontecido en el Gólgota siglos atrás, los celtas de las islas occidentales ya adoraban desde hace mucho tiempo y a su manera al Dios Cristo.
                                                                                  M. J. Krück v. Poturzyn
    
                          

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