“Sus ojos, lo que
más amo son sus ojos”
“Si hay
reencarnación, también debe haber karma –la retribución por el sufrimiento que
hemos causado, y la compensación por el sufrimiento padecido, pero no
necesariamente durante la misma vida”.
Estas palabras de Z,
transcritas en la anécdota “Nosotros somos los afortunados...” y una
conversación con Estanislao, justamente
hoy me hizo recordar aquel relato cuya fuente desconozco pero vale como
ejemplo, para las palabras de Z.
Una joven frente al
altar y en la iglesia fue abandonada por su novio. En aquella época del 1900 y
aún en adelante, esto era un inconcebible desengaño amoroso, el cual pesaba fuertemente a la joven, en lo personal
y en lo social, una vergüenza tremenda. Tanto que decidió ir a consultar a Rudolf Steiner sobre esta situación de destino a la
cual ella no podía sobreponerse, y casi
ni soportar.
Se comenta que Steiner
la escuchó atentamente y ensimismado sólo le preguntó ¿Dígame que es lo que usted más amaba en ese joven? Ella sin
ninguna duda, ni titubeos, le respondió de inmediato: Sus ojos, lo que más amo son sus ojos.
A lo cual Steiner con
toda cordialidad y delicadeza le asevera: En
una vida anterior usted le hizo sacar los ojos a esa persona...y el abandono en
la iglesia es una compensación en la vida actual por ese hecho.
La joven no necesitó
más para comprender profundamente algo que intuía en su interior, y sólo
necesitaba de una ayuda para asumir el abandono y su actual destino.
La
carreta de equipaje en la estación del ferrocarril
Y como un recuerdo trae a otro. Aquí describo el
relato de un joven que perdió un ojo durante un oscurecimiento, durante la
guerra, mientras los aviones pasaban rasantes, y se sabía que eran bombarderos,
mientras las sirenas aullaban para que las personas acudiesen a protegerse en los refugios subterráneos. Tal
situación impulsó al joven a correr, casi sin ton ni son por el andén del
ferrocarril y en su loca carrera se topó con una carretilla de equipaje – en aquel
entonces solían estar al borde del andén y a lo largo de las vías al término de
la estación, justo antes de salir de ella.
Esas carretillas tenían manijas
altas para poder empujarlas o inclinarlas desde arriba pues solían llevar mucha carga y muchas
maletas. En su alocada carrera el joven no distinguiendo nada de su entorno se
incrusta en un ojo justamente una de esas altas manijas. Siente un dolor
inmenso y una lucidez increíble al mismo tiempo la cual le aclara sin ninguna
duda, el por qué de ese tropiezo tan fuerte que le llevó posteriormente a perder ese ojo. Recuperado de esa herida y
de la pérdida, sin ninguna queja ya que lo considera un hecho de justicia
divina, trata de recordar cuál fue su vislumbre de lucidez que le dio la
comprensión de la pérdida de su ojo. Y el mismo escribe que aunque sabe
fehacientemente que es justo lo sucedido, no puede recordar para nada la causa
originaria, sólo vive ahora con el efecto sabiendo que el destino le otorgó una
respuesta la cual él, como ocurre a veces con los sueños, no puede recordar más, para nada.
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