Hace aproximadamente unos treinta
años ya recibí esta versión castellana de la señora Rita Udewald. Ella
actualmente es una señora de mucha edad
no vidente y sé que la visitan para leerle. Por ello me he propuesto escribir este trabajo
suyo de tiempo ha, referido a un relato de la señora M. J. Krück von Poturzyn, la escritora y
educadora de especiales Theodora Maria
Josepha von Poturzyn 8.10.1896 – 7.01.1968 ya publicado en alemán. Ella fue la madre del bebé Willfried Künert enfermo de hidrocefalia,
del cual Rudolf Steiner da cuentas en el Curso de Educación Especial
Antroposófica. Heilpädagogischer Kurs –Obras completas de Rudolf Steiner GA 317-- el
cual contiene las casuísticas especiales que
Rudolf Steiner trató en relación a la Educación Especial Antroposófica,
con los médicos, los educadores, y las enfermeras, de aquel entonces.
La Profecía de los Druidas
Cathal, el sumo sacerdote de los
druidas, había encendido el fuego en la cima de la pequeña montaña Dun-I, como
lo hacía todas las mañanas cuando el sol subía por encima de las cadenas de
islas en el Este, Con paso lento caminó hacia abajo entre rocas húmedas y
resbaladizas por las brumas nocturnas. Algunas ovejas se levantaron asustadas
ante la figura humana envuelta en un manto de lana blanca. En los acantilados,
cormoranes negros escudriñaban el mar. Cathal había ordenado a los sacerdotes
más jóvenes que cuidaran los restos de las cenizas del sacrificio, pues su
propia alma estaba inquieta: a ratos sentía algo como una advertencia de un peligro inminente, a ratos le parecía oír
una clara voz llamando desde el espacio a los espíritus del mar. Comenzaba la
época más sagrada del año en la que había que investigar las fuerzas
vegetativas de la primavera venidera, los peligros de enfermedades y la posición
de los astros en los próximos meses. Hacía días que los druidas se hallaban
ayunando y rezando, pero su penumbra interior no cedía y ninguna visión
intuitiva iluminaba su honda contemplación. Uno de los alumnos se había
despertado con gritos de un sueño profundo en el que había visto al sol caerse
como una estrella, al tiempo que lamentos y júbilo compenetraban el círculo de
los espíritus. No lo quiso creer antes de verlo con sus propios ojos: allí
seguía la sagrada isla Iona, plácida como siempre en el medio del mar.
Duvach, el forastero de Irlanda,
cruzó el camino de Cathal justo cuando este dobló por la última roca. Allí crecía , aún en invierno, la
cuajaleche amarilla, planta cuyas flores formadas de crucecitas minúsculas,
eran veneradas por todos los druidas en todos los países. Cathal, dijo Duvach,
con voz entrecortada. Bride, mi hija, no se ha levantado esta mañana. Pálida
como la muerte yace en su lecho. Cathal, te ruego encarecidamente acompañarme.
Si alguien puede hacerla regresar a la tierra, lo eres tú únicamente...”
“Estuvo enferma” preguntó el sumo
sacerdote, “No, padre, sana y alegre se acostó anoche para dormir.”
Cathal bajó la vista cuando se
acercó al lecho de Bride, tomó la mano fría de la niña entre las suyas,
observando su respiración y su pulso. Finalmente pronunció las palabras en
principio vedadas para oídos femeninos. Palabras cuya fuerza mágica hacía
volver, las almas de los sumidos en el misterioso sueño iniciático, a su cuerpo
físico. Pero Bride no se movía.
“Quizás nos hayamos equivocado cuando
creímos que Bride estaba destinada para una vida especial”, dijo Cathal con
expresión sombría. “Quizás la flor blanca que hemos visto en su regazo indique
una temprana vocación hacia otras esferas. Dejádla reposar en paz y cuando
ofrendemos el sacrificio por tercera vez a partir de hoy, se habrá de decidir
cuál será su destino.”
Duvach, el padre, calló. Ninguna
expresión de su corazón apenado habría de perturbar el camino de Bride a la
eternidad. Mandó los perros a cuidar el rebaño de ovejas, manteniendo guardia
él mismo en la entrada. Sólo dio de comer a los pájaros que como siempre venían
a visitar a Bride, y a los niños y las mujeres que se acercaban les rogó que
volvieran a sus casas. Las tormentas invernales agitaban el mar pero respetaron
la isla en la que yacía, frío e inmóvil, el joven cuerpo de Bride. En los
robles secos no se movía ni una hoja; el caballo blanco el amigo de la joven,
estaba parado cerca de la escalera y no quería comer.
La tercera noche la luna se abrió
paso por entre las nubes, y Duvach, al contemplar el rostro de su hija, creyó
verlo envejecido de muchos años y su cuerpo rígido se sintió al tacto frío como
una piedra. Pero el aire que le envolvía se mantenía puro y hasta le pareció
sentir el perfume de rosas bajo su techo de juncos en esa noche fría de
invierno. Luego quedó dormido, cansado por su larga vigilia, el largo silencio
y su profundo dolor por la muerte de su hija.
Cuando se despertó por un momento
no atrevió a moverse, no sabía si estaba soñando o si era realidad lo que veía.
Cathal se hallaba en la habitación y la niña estaba sentada en la cama, la cara
resplandeciente de felicidad interior. Con voz clara dijo: “Lo he visto, ha
nacido y lo he llevado en mis brazos y con mis propias manos he podido envolverlo
en una manta. Esta manta estaba tejida con la lana de nuestras ovejas. Su madre es joven y su padre muy
pobre. Nadie aún lo sabe, sólo los pastores que cuidan sus rebaños en los
campos Un ángel les ha dicho quién nació
y todos vinieron para adorarlo.”
Cathal, el druida, se había caído
de rodillas. Cabizbajo y con los hombros temblando preguntó: “Dime, Bride,
¿Cuál es su nombre?””Se llama Jesús, y el Dios al que ofrendas tus sacrificios
al amanecer en la cima de la montaña Dun-I, desciende hacia el a través de todas
las esferas. Muy lejos hacia el Oriente, se encuentra el lugar de su
nacimiento. Pero se lo encuentra fácilmente, pues resplandece como una
estrella.”
Los tres, Cathal, Duvach y la
niña, estuvieron callados un rato largo, tan largo que se olvidaron del tiempo
y recién cuando oyeron un fuerte resoplido desde la puerta, Duvach levantó la
cabeza. Un toro de ancha cabeza con cuernos puntiagudos y una melena marrón que
le cubría la cara, se había echado sobre el umbral. “Está hambriento, me he olvidado
de él”, dijo Duvach, pero Bride sonrió, “No”, dijo, “El también quiere escuchar
la buena nueva.”
Cathal se levantó entonces y
salió. Cruzó campos, rocas y peñascos, para reunir a sus compañeros. Antes de la
puesta del sol y del primer relucir de las estrellas quería sumirse en el sueño
sagrado para averiguar si Bride había tenido una visión verdadera. Quería saber
si el sacrificio que ofrendaría en el futuro estaría destinado al Dios
descendido a la Tierra. Pero antes de acostarse mandó marcar en las santas
piedras que tres días después del solsticio de Invierno Bride había vivido tres
noches sagradas en ellas tuvo visiones de hechos por cuyas revelaciones los
druidas darían sus vidas.
Cuando habían trascurrido treinta
y tres años desde aquella noche sagrada en la isla de Iona, algo muy extraño
ocurrió también con el rey Conchuba en Irlanda. Hacía tiempo que se daba cuenta
de que la luz, el aire y el agua habían cambiado en su país. Los arcos iris ya
no formaban puentes en el cielo sino que se extendían como ancho velo de
sietecolores sobre el paisaje y desde el juego de luces en la rompiente se oía
algo como una lejana música. A veces esta música acompañaba sus noches y
entonces veía el maravilloso árbol de la vida que desde las profundidades del
mundo se elevaba hasta el cielo, abarcando toda la órbita. Pero ahora esta
música se había transformado en una canción y de ésta, semana a semana surgían
palabras cada vez más comprensibles. Poco a poco estas palabras se
transformaban en lamentos y Conchuba tuvo la impresión de que el canto brotaba
de la madera misma del árbol de la vida, bajo el cual él se hallaba soñando,
entregado profundamente al murmurar del mundo.
“¿Qué es en verdad aquello que
sueles mencionar desde hace años y que yo estoy comenzando a intuir?” preguntó
el rey Conchuba al sumo sacerdote de los druidas. Juntos atravesaban las vastas
llanuras, las ondulantes praderas verdes en las que sólo se hallaban algunos
árboles solitarios. “Arriba el Cielo abajo la Tierra y el círculo del horizonte
rodeándonos,” Contestó Ruthwell, el druida, mientras sos ojos claros miraban
hacia las lejanías.
“Arriba el Espíritu, abajo el
Padre y en el centro la órbita en la que todos los astros, saludándonos, salen y
se ponen. Es el Gran Círculo que abarca a todos nosotros y que está siempre
presente aún cuando no lo vemos. ¡Oh, Magna órbita! ¿Cuál voluntad obra en tu
centro?” ·Cuál otra voluntad puede ser sino la de Aquel que rige el sol?”, dijo
el rey. “Acaso el sol no describe diariamente su círculo bendito alrededor de la
tierra, alrededor de todos nosotros?.”
Los dos hombres habían llegado a
la sagrada colina rodeada por 32 piedras druidas en un ancho círculo. Allí se
abría el portal hacia las profundidades, el templo subterráneo a cuyos altares
sólo tenían acceso los iniciados de Irlanda. Allí Conchuba, el rey, era
simplemente el primer alumno del más
sabio de los druidas. Pues Ruthwell conocía el recorrido de las estrellas que
determina las siembras y las cosechas, enfermedades y curaciones, él, Ruthwell,
percibía los espíritus servidores del mundo divino en el tejer de la luz, en el
juego de las sombras, en el soplo del aire. Dijo entonces: “Veo los círculos
del Sol estrechándose más y más, veo los colores del Dios solar reflejándose en
el agua y en el aire. Veo su imagen impregnándose en las esferas mientras El
desciende a nuestra Tierra” “¿Es por aquello que el árbol del mundo gime?”
preguntó Conchuba con respiración contenida, pues recordaba sus sueños y los
gemidos de la madera.
Habían descendido a las arcadas
resonantes, un recinto cual una catedral. Los dos se arrodillaron en el extremo
desde donde, a través de la abertura de la entrada, se podía ver la piedra que únicamente resplandecía a plena luz
cuando al mediodía del solsticio de
verano el sol se hallaba en su máxima altura. “Trece días después del
equinoccio de primavera, el día de Venus, a la hora novena” susurro Ruthwell
como si tratara de memorizar ese instante.”¿Qué decías? Del árbol del mundo y
de su lamento no sé nada, sólo se que la Tierra está adornada como una novia
con los velos multicolores de sus elementos Está ansiosa por recibir al que ha
estado esperando desde el Principio y nos corresponde esperar hasta que lo
veamos.
¿Cómo es posible esto que supera
toda comprensión humana?” inquirió Conchuba, pero Ruthwell permaneció en
silencio, Cuando los dos hombres regresaron por la campiña reverdecida, a la
luz del sol ascendente, pasando alisos y fresnos, una gran tristeza ensombreció
el rostro por lo general sereno del druida. Repentínamente se llevó la mano al
corazón y tuvo que sentarse. “¿Qué te pasa?” preguntó Conchuba asustado.
“¿Quieres que pida ayuda?” Desconcertado , el rey no atrevió a moverse:creyó
sentir la tierra temblando. Poco a poco la vida volvió a los ojos apagados de
Ruthwell. “He visto”, dijo este balbucente “Que el Dios del Sol ha sido
crucificado por los hombres en tierra lejana, y el Sol, su estrella, se
oscureció.”
Conchuba era un gobernante justo,
pero a veces podía invadirle una ira repentina y entonces era mejor no
enfrentarlo. Una vez había vencido y dado muerte a su adversario más poderoso,
a pesar de que éste ya le había partido el cráneo haciendo saltar parte de su
cerebro. Decían que luego los druidas habían tenido que injertar en su cabeza
una parte del cerebro de su enemigo para poder curarlo. En ese instante en que
Ruthwell le comunicó el hecho atroz, el Viernes Santo, a la hora de la
crucificación en el Gólgata, la sangre le subió
a la cabeza tan repentinamente que lleno de furia sacó el hacha del cinturón y
empezó a golpear a los inocentes fresnos con tremenda fuerza como si ellos
fuesen los verdugos o las mismas maderas de la Cruz. Pero el esfuerzo fue
demasiado grande para la cabeza de Conchuba, la antigua herida se abrió, el
cerebro salió por ella y el rey cayó moribundo a los pies de Ruthwell.
Ruthwell por su parte comenzó
desde entonces a enseñar aquello que
había podido percibir ese y los siguientes días.
De esta manera la enseñanza
cristiana llegó no como algo extraño sino como el más maravilloso regalo de
Dios desde siempre conocido, cuyo descenso los seres elementales habían
testimoniado a través de muchos años. Ningún pergamino ha perpetuado este
mensaje, pero en leyendas y canciones ha quedado vivo hasta el día de hoy. Los
mismos druidas que habían ofrendado al Sol, repartían ahora el pan de Cristo
encima de los templos subterráneos que nadie destruía..
Valiéndose de la antigua
sabiduría astrológica de los druidas, los monjes cultivaban sus tierras. La
tierra era Su morada, la morada de Cristo y todos sus habitantes llegarían
algún día a ser cristianos. Así como también los pájaros, los vacunos y
los peces. La luz, el agua y el aire ¿No reflejaban ellos Su imagen desde hace
tiempo? El pequeño trébol ¿No mostraba él la imagen de la Unidad en la
Trinidad?. Cuando navegantes y soldados trajeron noticias de lo acontecido en
el Gólgota siglos atrás, los celtas de las islas occidentales ya adoraban desde
hace mucho tiempo y a su manera al Dios Cristo.
M. J. Krück v. Poturzyn
M. J. Krück v. Poturzyn
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